(Cuento escrito de un recuerdo colectivo)
A los 16 años todos me preguntaban qué quería ser cuando
salga del colegio, qué carrera iba a estudiar o a qué universidad iría. En realidad, nunca llegué a entender porqué a todos les importaba eso, en quién o en qué iba a convertirme en el futuro. Cuando me refiero a todos hablo de mis padres; Rebeca, quien decía ser mi enamorada; Alicia, la chica que a mí me gustaba; Jorge mi hermano y al otro Jorge mi
mejor amigo. Ellos eran todos.
Como me gustaba la música me afané por dármelas de DJ en
algunas fiestas de la gente del colegio, pero me duró un par de meses. Mi viejo se encargaba de bajarme de
la nube en la que me montaba cada vez que me tendía sobre la alfombra de mi cuarto haciendo globos de saliva y escuchaba a los Millions, Step Rockets y Rebelution. Mi papá creía que la música era para fumones y que los hippies fracasaron en su intento de conquistar el mundo. Además sin una profesión respetable no podría mantener una
familia, pagar un seguro de salud ni tendría donde morir. Un día, decidí pensar en lo que me decían, mientras veía un capítulo de los
Simpsons en el que Ralph atraviesa de cabeza la ventana de la sala de la casa de Bart, pero no se me
ocurrió nada, ni un carajo.
Me veía tan idiota como los europeos del siglo XV que vivieron
en un planeta plano. También me di cuenta que lo que venden sobre la globalización es una grosera mentira, tan grosera como que todos los humanos son iguales. Para Jorge mi mejor amigo, en cambio las cosas eran más
transparentes. Él siempre quiso ser piloto. De vez en cuando se motivaba haciendo avioncitos de papel para disminuir el peso de los cuadernos en blanco que llevaba a clases. Cuando todos
volvían a tocar el tema de mi futuro yo salía con payasadas de ser skater
pro, pataclaun o ginecólogo ad honoren. Recuerdo que comenté la idea de convertirme en abogado y me cayó la sandalia de mi mamá en toda la espalda.
Lo único que sí tenía claro era quién no quería ser. No
quería ser el empleado que corre sudoroso detrás del micro, ahorcado por su propia
corbata como los perros en los parques. No quería tener
hemorroides por estar sentado 12 horas frente a una PC. No quería ser
el padre que miente al prometer el viaje a Orlando para tomarse la fotos con Mickey. Pero tampoco quería tener una banda de
rock, ni consumir drogas todo el día o tener 10 procesos judiciales de paternidad no
reconocida. Mucho menos quería ser un líder fundamentalista, un dealer,
jugador de fútbol profesional, ni vivir al margen de la ley.
Me sentía igual que el Pinocho metálico de la película Inteligencia
Artificial. Sumergido en ese océano negro que cubría la faz de una civilización
destruida. Solo
que a diferencia de la película, al final de mi viaje no encontré a ninguna
hada madrina. Lo que me saco a flote, intempestivamente, fue la muerte absurda de Jorge, mi mejor amigo. De la forma más usual nos despedimos una noche y al día siguiente dejó de estar. Después del funeral, al que no fui, y del entierro, en el que estuve ausente, empecé a creer que Jorge debía estar por ahí entre las
nubes jodiendo a todos mientras piloteaba un enorme avión Glider. Después de
que se fue, supe quién quería ser. Quería ser quien está para
todos, para todos menos uno.