septiembre 16, 2015

Cero en conducta


(Cuento de un recuerdo ebrio de rabia juvenil)

En mi salón, la supervivencia dependía no sólo de quien había evolucionado primero y con mayor rapidez el pulgar y los índices opuestos para jugar PS, Xbox, Nintendo 64 o Arcade. Sino también de que pudieras sobrevivir a los traumas de la niñez y te convirtieras en un adolescente mutante y volátil, lleno de testosterona, o que por lo menos puedas justificar el aire que respirabas con alguna habilidad digna de ser caricaturizada. Así, la clase estaba llena de raras personalidades y paradigmas desadaptados al sistema. Algunos de ellos eran El Zurdo, alero de la selección de básquet; Charly, que fue elegido brigadier por su maestría en contrabandear cigarros; Chupete, que  organizaba las incursiones nocturnas a las fiestas de las chicas del colegio de monjas, entre otros más por ahí.

Pero quien llamaba la atención, no sólo por ser casi albino era "El Leche". Explicar porque le decían Leche seria perder el tiempo. Recuerdo que en una película, alguien dijo: “Hay hombres que solo quieren ver arder el mundo.” Creo que esa sería la forma más precisa de describirlo. Se llamaba Erick, pero nadie lo llamaba así desde que regreso después de un verano arrastrando rumores de que iba a ser papá. Entre sus actos más memorables están el robo del examen de geometría, la destrucción de los bombos de la banda del colegio para evitar el desfile por el día de la patria y la fuga del retiro pastoral hacia el billar y posterior borrachera en un night club. Todos estos crímenes fueron censurados sin existo por padres y profesores con solemnes castigos individuales y colectivos. 


foto postal

De todos estos, el hecho delictivo que lo convirtió en leyenda y nos volvió liminales fue el motín en el salón del colegio a fin de año. Los de último años buscaron venganza por la humillante derrota en el campeonato interno tras un penal que le marcaron al Leche, tan polémico como los penales de Robben y que yo me encargue de transformar en gol. En medio del frenesí de la celebración el Leche se bajó el short delante de todos los de último año. 


Esa tarde, el frío se iba alejando y la luz naranja que entraba por las ventanas fue quebrada por el sonido del primer vidrio roto. Los más grandes tomaron el salón por asalto y raptaron a algunos compañeros, pero su objetivo principal era dar con el Leche. No se nos ocurrió mejor idea que tapiar las puertas del salón con las carpetas y las ventanas con mochilas, mientras él gritaba y se desvestía subido en el pupitre que había aparecido en medio del salón. Soportamos el asedio de escupitajos, papeles incendiarios y nos mantuvimos firmes en la batalla de correazos que se dio en la puerta del salón. Luego de 25 minutos sangrientos, totalmente extenuados, y amenazados por los profesores se dio fin a la guerra. El primero en salir fue el Leche, en calzoncillos y con la camisa amarrada en la cabeza; lo seguimos todos dejando atrás la mitad de la pizarra descolgado, mil vidrios rotos y un desastre post apocalíptico.


Esa tarde, el Leche deslumbró con su liderazgo reprimido. Fue la viva esencia de una agónica juventud, de una falsa libertad, de una estúpida intrepidez y de una irracional rebeldía que nos condujo a reprobar en conducta. A esto,  se le sumó una carta con orden de matrícula condicionada para el siguiente año académico y la cara de desconcierto de mi padre al verla y al enterarse de lo que había sucedido. 

Al año siguiente nadie sabía nada Erick. Algunos decían haberlo visto en otro colegio, otros decían que se había mudado de ciudad, pero lo que en verdad pasó fue que nadie lo buscó, ni siquiera yo. Sin darnos cuenta, el hizo mucho por nosotros. Yo me convertí en goleador del campeonato, Filo fue el primero en dejar de ser casto con una chica a la que Leche había emborrachado en una fiesta, Humberto heredó sus casetes de Pedro Suarez Vertis y sé que alguien cambió su orientación sexual después que él le quitara la novia. Tácitamente convenimos en no buscarlo, tal vez así convertimos su nombre en leyenda.  

Pollo Amarillo


No hay nada más falso que la frase “el tiempo te ayuda a aceptar tus derrotas”. Después de un par de años, aún me queda el estupor de que mi pollo a la mostaza haya sido etiquetado por mi propia familia con un indiferente “masomenos”. La desilusión por haber recibido tan limitada aprobación fue mayor después de hacer el recuento de los daños sufridos por el esfuerzo sobrenatural de preparar una cena para cinco personas: media mano quemada, una yema cortada y el piso de la cocina hecho un asco.

Para el pollo a la mostaza no existe magia oculta, eso me lo enseñó María en mi viaje a Asunción. Ella había ganado su experiencia culinaria siendo cocinera por trece años en una casa de familia. Pero si hay un orden a seguir si uno quiere lograr magnificar el sabor agridulce del plato. Después de sofreír el pollo con sal y pimienta, hay que tener paciencia y amor para combinar la crema de leche con la cantidad de mostaza acorde al gusto. Si le adicionamos la sazón de una mano bendita por ser descendiente de criollos, el plato es una delicia.

Yo me había ofrecido a preparar la cena por el cumpleaños de mamá aduciendo, con tacañería colosal, que ese sería mi regalo por vivir la mitad de un siglo. A mi juicio todo quedó perfecto, incluso juagaba a mi favor el hecho de saber que ninguno de los que se encontraban sentados en la mesa habían probado un plato similar en sus vidas. Además había cambiado la tradicional guarnición de arroz por los fideos porque, a mi parecer, le otorga una estética más gourmet y sofisticada a la presentación.

A la hora de la sentencia, el veredicto se orientó hacia el masomenos. Algunos más amables, como Ángela mi esposa, se disculparon diciendo que no eran muy asiduos a los fideos pero que la salsa estaba masomenos. Aquello fue un duro golpe a mi manzana de Adán.

Meses después, en un almuerzo dominguero que nos volvió a juntar, mi hermana fue quien cocino. Cuando todo estaba listo, se asomaron a la mesa platos con pollo en salsa amarilla sabor a mostaza. Airosamente se alabó indicando que era su versión peruana del pollo a la mostaza. Había subestimado que mi cuñado, con quien viajé a Asunción y quien además también conocía a María tanto como yo, había instruido a mi hermana en su labor de subyugarme como cuando éramos niños. La mandíbula se me desencajó.

Su pollo a la mostaza tenia presas enteras y estaba acompañado por un Ampato  de arroz blanco como guarnición. Todos cayeron rendidos al sabor  desigual de la mostaza, al que agregaban ají de todos los colores del arco iris. Ángela se olvidó de la dieta y repitió el plato. Ahora soy un convencido de que el pollo se come con la mano, con arroz y con ají.