(Cuento de un recuerdo ebrio de rabia juvenil)
En mi salón, la supervivencia dependía no sólo de quien había
evolucionado primero y con mayor rapidez el pulgar y los índices opuestos para
jugar PS, Xbox, Nintendo 64 o Arcade. Sino también de que pudieras sobrevivir
a los traumas de la niñez y te convirtieras en un adolescente
mutante y volátil, lleno de testosterona, o que por lo menos puedas
justificar el aire que respirabas con alguna habilidad digna de ser
caricaturizada. Así, la clase estaba llena de raras personalidades y paradigmas
desadaptados al sistema. Algunos de ellos eran El Zurdo, alero de la selección
de básquet; Charly, que fue elegido brigadier por su maestría en
contrabandear cigarros; Chupete, que organizaba las incursiones nocturnas
a las fiestas de las chicas del colegio de monjas, entre otros más por ahí.
Pero quien llamaba la atención, no sólo por ser casi albino
era "El Leche". Explicar porque le decían Leche seria perder el
tiempo. Recuerdo que en una película, alguien dijo: “Hay hombres que
solo quieren ver arder el mundo.” Creo
que esa sería la forma más precisa de describirlo. Se llamaba Erick, pero
nadie lo llamaba así desde que regreso después de un verano arrastrando rumores
de que iba a ser papá. Entre sus actos más memorables están el robo del examen
de geometría, la destrucción de los bombos de la banda del colegio para evitar
el desfile por el día de la patria y la fuga del retiro pastoral hacia el
billar y posterior borrachera en un night club. Todos estos crímenes fueron
censurados sin existo por padres y profesores con solemnes castigos
individuales y colectivos.
foto postal |
De todos estos, el hecho delictivo que lo convirtió en leyenda y nos volvió liminales fue el motín en el salón del colegio a fin de año. Los de último años buscaron venganza por la humillante derrota en el campeonato interno tras un penal que le marcaron al Leche, tan polémico como los penales de Robben y que yo me encargue de transformar en gol. En medio del frenesí de la celebración el Leche se bajó el short delante de todos los de último año.
Esa tarde, el frío se iba alejando y la luz naranja que entraba por las ventanas fue quebrada por el sonido del primer vidrio roto. Los más grandes tomaron el salón por asalto y raptaron a algunos compañeros, pero su objetivo principal era dar con el Leche. No se nos ocurrió mejor idea que tapiar las puertas del salón con las carpetas y las ventanas con mochilas, mientras él gritaba y se desvestía subido en el pupitre que había aparecido en medio del salón. Soportamos el asedio de escupitajos, papeles incendiarios y nos mantuvimos firmes en la batalla de correazos que se dio en la puerta del salón. Luego de 25 minutos sangrientos, totalmente extenuados, y amenazados por los profesores se dio fin a la guerra. El primero en salir fue el Leche, en calzoncillos y con la camisa amarrada en la cabeza; lo seguimos todos dejando atrás la mitad de la pizarra descolgado, mil vidrios rotos y un desastre post apocalíptico.
Esa tarde, el Leche deslumbró con su liderazgo reprimido. Fue la viva esencia de una agónica juventud, de una falsa libertad, de una estúpida intrepidez y de una irracional rebeldía que nos condujo a reprobar en conducta. A esto, se le sumó una carta con orden de matrícula condicionada para el siguiente año académico y la cara de desconcierto de mi padre al verla y al enterarse de lo que había sucedido.