septiembre 16, 2015

Pollo Amarillo


No hay nada más falso que la frase “el tiempo te ayuda a aceptar tus derrotas”. Después de un par de años, aún me queda el estupor de que mi pollo a la mostaza haya sido etiquetado por mi propia familia con un indiferente “masomenos”. La desilusión por haber recibido tan limitada aprobación fue mayor después de hacer el recuento de los daños sufridos por el esfuerzo sobrenatural de preparar una cena para cinco personas: media mano quemada, una yema cortada y el piso de la cocina hecho un asco.

Para el pollo a la mostaza no existe magia oculta, eso me lo enseñó María en mi viaje a Asunción. Ella había ganado su experiencia culinaria siendo cocinera por trece años en una casa de familia. Pero si hay un orden a seguir si uno quiere lograr magnificar el sabor agridulce del plato. Después de sofreír el pollo con sal y pimienta, hay que tener paciencia y amor para combinar la crema de leche con la cantidad de mostaza acorde al gusto. Si le adicionamos la sazón de una mano bendita por ser descendiente de criollos, el plato es una delicia.

Yo me había ofrecido a preparar la cena por el cumpleaños de mamá aduciendo, con tacañería colosal, que ese sería mi regalo por vivir la mitad de un siglo. A mi juicio todo quedó perfecto, incluso juagaba a mi favor el hecho de saber que ninguno de los que se encontraban sentados en la mesa habían probado un plato similar en sus vidas. Además había cambiado la tradicional guarnición de arroz por los fideos porque, a mi parecer, le otorga una estética más gourmet y sofisticada a la presentación.

A la hora de la sentencia, el veredicto se orientó hacia el masomenos. Algunos más amables, como Ángela mi esposa, se disculparon diciendo que no eran muy asiduos a los fideos pero que la salsa estaba masomenos. Aquello fue un duro golpe a mi manzana de Adán.

Meses después, en un almuerzo dominguero que nos volvió a juntar, mi hermana fue quien cocino. Cuando todo estaba listo, se asomaron a la mesa platos con pollo en salsa amarilla sabor a mostaza. Airosamente se alabó indicando que era su versión peruana del pollo a la mostaza. Había subestimado que mi cuñado, con quien viajé a Asunción y quien además también conocía a María tanto como yo, había instruido a mi hermana en su labor de subyugarme como cuando éramos niños. La mandíbula se me desencajó.

Su pollo a la mostaza tenia presas enteras y estaba acompañado por un Ampato  de arroz blanco como guarnición. Todos cayeron rendidos al sabor  desigual de la mostaza, al que agregaban ají de todos los colores del arco iris. Ángela se olvidó de la dieta y repitió el plato. Ahora soy un convencido de que el pollo se come con la mano, con arroz y con ají. 

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